La mujer cuando gime hace una voz distinta. No se la oye en el supermercado, en las tareas de la casa, en las amigas conversaciones, en la oficina, en el parque tapado de gritos ni en la sobremesa de los días. Es una colocación, un jadeo enajenado, un sonido en cadena, un aullido estomacal único. Fuera de su cuerpo nadie le escucha esa voz, sólo su amante lacrado al acostarse entre sus muslos como quien se estira sobre dos asientos de un balcón movedizo. Tal vez la vida de un hombre valga el esfuerzo por la breve recompensa de presenciar este romper de mares. Ahora, que no se descuide la habilidad de ayudarla a escalar hasta besarle los callos a dios; se trabaja para que devuelva su voz. Uno, en cambio, calla, porque los varones no sabemos entonar un lenguaje sutil. Nuestras gargantas abrazan el éxtasis del mismo grueso modo que gritan un gol delante de un televisor como bárbaras aficionadas. En mi caso de rudimentaria sangre, el placer no reside tanto en mi goce como en el de oírlas a ellas gozar. Es casi inconfesable dicha alegría, indescriptible.
Pero, ¿cuándo cómo dónde y de qué manera visitar los enigmas resonantes de una fémina? No hay hembra, por común que se vea, que al ser llenada no cruja su melodía de forma especial, original hasta en el silencio, ni hay la que no atesore alguna belleza. Por el sólo don de poder dar vida, uno las admira y muere por tocarlas. Benditas damas que nos dejan salir de sus entrañas al parirnos para más tarde permitirnos reingresar por idéntico lugar. Vida y goce nos dan, dos circunstancias en que nos obsequian la luz a través de la usina de sus sexos incandescentes. Son más generosas que nosotros. A todas las adoro y las huelo igual que a un racimo de insurgentes orquídeas que germinan en la palma de mi mano echando raíces en mis dedos y elevando mi lujuria hacia un sol de liquidez. Así es para mí. Ni respirar tendría sentido sin el sueño recurrente de amarlas.
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